jueves, 28 de marzo de 2013

 























Vicent Ruiz


Era un enano de tres meses. Les resultaba curioso mi llanto desgarrador con el chupete azul. Me acercaron el rosa de mi melliza y callaba plácidamente pero entonces lloraba ella. Dos chupetes rosas solucionaron el asunto. Discernía colores, discerníamos más que bien los preciosos mellizos. No sé en que momento le otorgué a mi melliza la absoluta valentía feliz, pura y bien colorida. Me decanté por el miedo entre luces y sombras. Crecía rápido en mí pero me impulsaba a progresar con poca normalidad para el resto. El cobarde avanzado. El miedo al fracaso golpearía con fuerza mi lado neuronal. Este niño va a ser muy listo, oía con frecuencia.  


Transcurrían los meses y sólo veía a mi alrededor muñecos dispuestos a aferrarme en abrazos y besos; con la intención, porque afortunadamente no albergaban vida. Me aterraban. La melliza los cargaba de vitalidad y acción. Yo cerraba los ojos y dejaba a las manos negras jugar en mi cabeza y bailarme en letras. Coreografía oscura sobre fondo de luz.


No sé en que momento aparecieron por primera vez, es como si siempre hubieran estado ahí cuando no quería ver algo. Entonces no me hablaban, sólo me dejaban ver parte del abecedario. Y tuvieron más que éxito. En un tiempo menos que estadístico me oí con voz. Era pronto todavía, así que las manos negras sólo se manifestaban en dimensión negra o proyección en sombra. Pero eran más que atractivas y ante cualquier atisbo de valentía aparecían generando soga alrededor de mi cuello.

Aprendí a hablar con vocalización casi impertinente, una fluidez líquida y un vocabulario que crepitaba en tímpanos ajenos. Me aterraba cualquier esbozo de risa en mi entorno ante un posible error. Escribía en modo diccionario porque las manos negras me asfixiaban al ver círculos rojos en libreta. Detectaba errores en mapas mudos desfasados y localizaba islas que habían quedado en el olvido de la representación. La manos negras habían dejado ya el abecedario para coreografiarme los números con infinitos símbolos suspendidos a su alrededor. No podía dejar de generar constantes operaciones matemáticas para entender el funcionamiento de mi realidad. Aprendí a flotar casi antes de mojarme un pie, monté por primera vez en bici pero con sólo dos ruedas y caí. Empecé a correr aterrado por la aparición de las manos en reproche pero corrí tanto que no lo hubo. Me convertí en atleta, ciclista y nadador. 


Todo lo que estaba sujeto a la individualidad era apto para desarrollarlo con plenas facultades, constancia y éxito. Los impulsos negros me llevaban a hacerlo sin posibilidad de error. Pero aquello que implicaba colectividad sencillamente era ya terrorífico, no había posibilidad  de probar suerte. Si me acercaba a ello, las manos negras se multiplicaban en operación matemática y logaritmos del miedo tomaban mi palpitación para llevarla al extremo más alto, la saliva se ausentaba y mis uñas crecían en modo invertido dispuestas a desgarrarme entero.

Llegó el día de ser valiente y me enamoré. No sé bien cómo ocurrió, sin entenderlo surgió y no hubo soga en manos, sencillamente desaparecieron así que entendí en su ausencia una señal para dejarme llevar. Pero al día siguiente las manos negras mutaron en voz. No había ya que cerrar ojos o sentir miedo para que aparecieran en forma, ausencia de color y movimiento. Se erigieron en eco de mi voz. Me descubrí ilusionado con alguien y lo que fueron manos ahora eran repetición reverberada de lo que hablaba. Jugaban a que me sintiera desdoblado. Me oía desde dentro y desde fuera. Aprendí a normalizarlo y aprendí a relacionarme con mi entorno. Era un paso necesario para amar. Me hacia el despistado ante la gente. Más de una vez no me podía evadir al escucharme y me deleitaba con lo que había articulado en voz. 


Dejé de ser ente individual y empecé a compartir verbalizando todas las emociones con quién quería amar aunque me aterrara la idea. Cuanto más compartía, más fuerte resonaba el eco y más feliz me sentía oyendo todo lo que era capaz de hablar. Por primera vez una apuesta de dos me dejaba ser valiente y desterrar el miedo. Me sentía pleno.Y el eco también progresó. Mutó de nuevo para dejar de devolverme mi voz hablada. Ahora repetía una y otra vez en mí las emociones. El eco reafirmaba mi sentir, erizaba cada uno de mis folículos pilosos, me producía una aceleración suave del pulso y pulverizaba las sombras. Una y otra vez doblemente amaba, era como gravitar con cada una de mis acciones y sentimientos. Atleta de emociones, ciclista de sentires, nadador del querer.

Pero todo fue una trampa de las sombras. Me volví a quedar sólo y lleno de un miedo afilado. El eco había mutado de modo astuto sin que yo percibiera nada. Durante no sé cuánto tiempo no estuvo devolviéndome mis sentimientos, sino otros enmascarados bien diferentes a los que yo proyectaba y jugó a que yo hiciera reales los suyos. La persona a la que amaba huyó. Y su ausencia la justificó con un escrito en papel amargo que golpeó mi realidad, la realidad que la astuta voz había construido para mí.


Pensamientos helados


Me evado, nevado. Al menos ahora trato de entenderte desde este lado; traté de fundir los fragmentos de hielo blanco en los que te habías mantenido. Ahí dentro debiste sentir mucho frío pero entiende que necesitaba picar ese hielo con mis uñas blandas, entiende que necesitara fundirlo con mis dedos blandos, entiende que no me importaba desprenderme de la sensibilidad de mis dedos frotando esas sólidas placas heladas entre las que pretendías dejarte andar, dejarte vivir.

Ahora tengo mis ojos cerrados, nunca me dejaste abrirlos por ti. No entendiste mi angustia por no dejarme verte. No quisiste que yo te aprendiera: estabas tan enajenado de tus pensamientos interiorizados que no pudiste desatarte en vivencias externas conmigo.


¿Qué pretendes dejándome a este lado? ¿Qué pretendes encerrado entre esas placas de hielo?

Debiste aprenderme al menos tú a mí. Ya conocías mi pasión por la contemplación del fuego y ya me has juzgado por erosionar mis uñas y quemar mis dedos intentando rasgar ese hielo que alzabas ante mí. Me juzgaste desde tu silencio y te creíste justo con tu no decir, creíste poder ser, ser ausente y alimentar con ello de tranquilidad tu ególatra conciencia.

No has sido justo y lo sabes; no dejar desatar tu locura en mí no ha sido acertado, yo hubiera narcotizado por enloquecer a tu lado, por crear en mí la esquizofrenia que te has autopracticado por alejarte, ¿de quién? Si yo nunca estuve cerca de ti.

¿Qué esperas ahora de mí? No esperaste nunca nada, sólo alimentaste tu egolatría llenando mis ojos de tus migajas heladas, quemando mis párpados. Yo pude ser tu abismo de calidez si no hubieras sido tan ególatra, si no te hubieras dejado enloquecer alimentando tu existencia de contrarias sustancias por engendrar efectos terciarios.

Yo al menos te hubiera llenado de planteamientos, hubiera contemplado que quisieras enloquecer conmigo, te hubiera dejado acompañarme en una esquizofrenia propia.

 Tú no me supiste hablar y mis ojos ya están cerrados.


Cuando acabé de leerlo desapareció el eco.

Me llené de miedo.

No tienes tiempo para estar contento,

me dijo el miedo y lo creí.















Fernando Jimenez












Omar Vilata

Esperando el bus de Sagunto, una vez más sufriendo esa inquietud de si habrá pasado ya o no (los horarios de paradas de esta línea pueden llegar a ser un misterio insondable), o de si estaré plantado en el sitio adecuado (cualquier señalización de parada brilla por su ausencia), veo en el lateral de una marquesina, con un diseño poco talentoso por cierto, el anuncio publicitario de una conocida compañía de seguros.  
El mensaje viene a ser: igual que a la niña, por supuesto blanca de clase media alta (¿será aquella famosa de Rajoy?), le embarga un reconfortante sentimiento de seguridad cuando su padre la coge de la mano, éste necesita a su vez el cobijo de la compañía aseguradora (de ÉSTA y no de otra) para afrontar los innumerables peligros de la vida. Inevitablemente, todo esto me lleva a la siguiente reflexión: el hecho de poseer cosas engendra el miedo a perderlas… y el impulso a asegurarlas. De haberla escuchado de boca de alguien, la verdad, yo mismo habría soltado algún chascarrillo socarrón por frase tan sentenciosa que pareciera salida de un librillo barato de citas memorables y otros residuos de sabiduría ancestral. Por ello me merezco un solemne toque de gong: “¡puannng!”.

Y ahí estoy, aún flotando entre disquisiciones pseudofilosóficas y sus consecuentes resonancias metálicas (…poseer… perder… miedo… puannng…), cuando reparo en mi ya acostumbrado picor de garganta tendente a la cronificación al menos en lo que dura el curso escolar. Y hablando de gargantas, ¡cagüen!, ¡ha desaparecido de mis manos un pañuelo de cuello que me regalaron por mi 29 cumpleaños y con el que pretendía prevenir horas más tarde con el fresco de la caída del sol el recrudecimiento de tales molestias! Debo de habérmelo dejado en la cesta de la bici de alquiler al bajarme de ella y venirme a esperar el bus. Aún oigo los últimos flecos conceptuales de poseer… perder… Ironías del destino o, dicho en plata, qué recabronas pueden ser a veces las coincidencias.

Como diría un amigo, “benvolgudíssima lectora”, ahora ya puedes aligerar la intensidad de la lectura porque a partir de ese momento todo lo que pasó por mi mente se revela mundano y vulgar en extremo, meramente procedimental, burocrático: ¿Cómo recuperarlo?¿Ir a objetos perdidos confiando en que alguna alma caritativa lo haya dejado allí? Difícil: el artículo en cuestión es ciertamente goloso (colorista, saleroso, amoroso al tacto y demás). Bla-bla-bla.

. . .

    …poseer… perder… miedo… miedo… miedo…
    … no poseer… no perder… no miedo… ¡no burocracia!... ¡¡ALEGRÍA!!











Almudena Martínez

Sentir miedo es algo natural. Todos sentimos miedo en algún momento de nuestra vida por diversos motivos. ¿Quién no ha sentido miedo al ver una película? Conocer los entresijos de un rodaje y cómo se realizan los efectos especiales, con frecuencia es una buena tabla a la que agarrarse para no pasar miedo en esas escenas que te aceleran el corazón, te ponen la piel de gallina y te hacen oír ruidos en el silencio de la noche o ver sombras donde apenas hay luz.

La música, la iluminación y el tipo de plano son aspectos muy importantes a la hora de preparar al público para una escena de tensión. Bajando el volumen de la música, la intensidad de la luz y recortando el plano, conseguimos que el espectador se concentre más en lo que está viendo y escuchando, y esto a su vez le proporciona cierta tensión en los músculos. Constituimos así el primer paso para “crear miedo”. Otro aspecto fundamental,
es el contexto. No podemos controlar la estancia donde se va a visualizar nuestra película de modo que tendremos que asegurarnos una buena trama. Si a todo esto le añadimos un buen reparto de actores, conseguiremos el cóctel perfecto.
 
Este último aspecto, a veces es el más complicado de conseguir. Dónde encontrar un buen actor o qué requisitos debe tener, es un tema que daría para muchas páginas. Sin embargo, me parece interesante explorar el punto de vista del actor.  
¿Cómo consigue obtener el punto exacto de miedo durante un rodaje en el que, probablemente haya mucha luz, muchas personas mirando, nada de música para ambientar y, con total seguridad, muchas tomas iguales o desde distintos ángulos?
En primer lugar, el actor debe prepararse a conciencia, debe conocer bien la historia y haber trabajado su personaje de modo lineal para entender, en cada momento del rodaje, cómo se encuentra este. Hay muchos tipos de actores dependiendo de los recursos que utilizan en su trabajo personal.
La opción menos deseada por los profesionales pero que es, generalmente el primer paso de todo aficio-nado, es la técnica. Esta ayuda a trabajar el cuerpo y las sensaciones pero deriva en lo que se entiende como “representar sin sentir realmente lo que se representa”. Es una invención de sentimientos ajenos.
Por otro lado, están los actores del “método” (Stanislavski), que se basan en la “memoria emotiva”. Si no han vivido una experiencia exacta, utilizan el recuerdo de experiencias personales similares. El público no puede meterse en la cabeza del actor por lo que no sabe en qué está pensando este mientras realiza el trabajo. Lo fundamental aquí es la verdad, la honestidad del actor, que busca en su interior ese miedo para transmitirlo al público.
 
En una línea muy parecida, se trabaja en el Actor’s Studio de Nueva York.
Preguntando a varios actores qué piensan y sienten cuando trabajan el miedo, encontramos respuestas tan curiosas como:
“Dolor. La tensión que hay que recrear es tan grande que tengo todo el cuerpo lleno de contracturas.” Eloísa Azorín.
Yo recurro al miedo más cercano, el miedo escénico. Es el que mejor conozco a pesar de todos los años que llevo dedicándome a esto.” César Oliva.
A mí me cuesta mucho trabajo revivir mis propias experiencias, sin embargo hay algo que no puedo olvidar nunca, los síntomas: rigidez muscular, ojos abiertos, tensión en la mandíbula, aguantar la respiración, sudor frío, se agudiza el oído y poco a poco, mi cuerpo se va encogiendo sobre sí mismo a la espera de salir corriendo en cualquier momento…” Almudena Martínez.

En conclusión, aunque el cine sea ficción el miedo que sienten los actores es real para ellos y por eso nosotros, como espectadores, también lo sentimos real.Hemos sido educados a la huída, en la mayoría de las ocasiones cuando algo nos incómoda, nos desnuda, salimos corriendo.











Maria Arregui

En pleno siglo XXI nos acompaña un sentimiento de alivio con respecto a miedos, temores y prejuicios del pasado. Ahora nos sentimos a salvo –al menos en el mundo de occidente– de las amenazas que en el medievo acechaban a cualquier ciudadano de a pie, incluso en ocasiones hemos podido cometer el cinis-mo de considerar las civilizaciones de la antigüedad como nuestros “inge-nuos” predecesores.

Elementos como la avanzada tecnología en la que hoy vivimos inmersos, el progreso de la medicina -casi todopoderosa– y el desarrollo de las ciencias en general, han conseguido mantener a la población en un estado de seguridad tal, que ha terminado conduciéndola al punto de la desidia. La despreocupación, más cercana a un acto de fe ciega y de comodidad, parece venírsenos encima justo cuando nos creíamos los más privilegiados de la historia. Y es entonces cuando nos damos cuenta de que tampoco hemos cambiado tanto.

Sólo tenemos que remontarnos a los albores de nuestra existencia y comprobar que nos seguimos expresando y rigiendo a través de sentimientos primigenios que se han tornado permanentes, y que además debemos tener en cuenta para entender el mundo de hoy día. La necesidad de explicar lo inexplicable y la profundidad de las sensaciones – más que del pensamiento–, siempre nos ha acompañado, siendo los principales causantes de la aparición del arte y la religión –entre otras cosas–, y vemos cómo ésta lo ha utilizado de un modo magistral: en la Edad Media, muchas representaciones plásticas del románico y el gótico se nos muestran como claros ejemplos del uso del terror para adoctrinar a los fieles: el milenarismo predijo el fin del mundo y el fiel tenía bien asumido que para ascender a los cielos debía haber vivido subyugado a las directrices de las Sagradas Escrituras. La política también ha aprovechado históricamente este recurso del terror, con ejemplos remotos como el conocido Código de Hammurabi, en el que mediante el temor a los castigos, aseguraba un orden en la conducta de la población.

Pero en el mundo contemporáneo, ¿cómo percibimos y vivimos esos temores? ¿Acaso sigue siendo el miedo un elemento que llegue a delimitar y coartar nuestras acciones? Pues ya sea para bien o para mal, la realidad es que sí: la conducta humana sigue siendo un elemento fácilmente vulnerable, y el miedo, una de las mejores armas para conseguirlo.
 

En la historia reciente se dio un relevante capítulo que aconteció durante los años 50 en plena Guerra Fría y que consistió en el estudio psicológico y los efectos sobre las conductas que el shock provocaba en la población: una política del miedo que los Estados Unidos utilizaría para hacer triunfar el liberalismo económico. Sin embargo no hace falta remontarnos todos estos años, ya que hoy día el miedo está fuertemente arraigado y nos acosa con la pérdida de empleo, el impago de las facturas, el rescate financiero o la afamada prima…
¿Y qué papel tiene el arte en medio de semejante panorama? ¿Qué esperamos de él cuando los principales magnates del arte son los “malogrados” bancos? Sea como fuere, el arte nunca perderá su capacidad de denunciar, de hacer reír y llorar, de hacer reflexionar… Pero el único arte que hable de esta situación será un arte sincero, un arte que sea capaz de desplegar la propia vida, es decir, un arte sin miedo. Y nuestros artistas serán los encargados de conducir su rumbo, de decidir si dejan en manos de los poderes su voluntad como creadores y depauperar el arte, o por el contrario, serán fieles a su compromiso y le devolverán a aquél todo su sentido, convicción y credulidad.


Y yo apuesto por no perder la fe en ellos, en los verdaderos artistas, esos artistas sin miedo.












Juan Antonio Cerezuela

Desde el momento en que me conecté a Internet ya no concibo muchos de los aspectos de mi vida sin él.

En la última semana, he utilizado Internet con el pensamiento de realizar algún viaje; de buscar un libro de Richard Sennett y de Jacques Alain-Millet; subir dos vídeos en Vimeo que hice hace algunos años; de revisar mi página web y ver qué cosas debería actualizar y aún no he hecho; de conocer el diagnóstico de un intenso dolor de estómago que me duró un par de horas; de ver la vía más fácil para llegar desde Manises a la Malva Rosa haciendo el menor número de transbordos posibles; de revisar las cuentas del PP en El País digital; de buscar una canción de Windowspeak y morir en el intento sin hallarla; de aprender a recortar de forma perfecta el pelo en Photoshop; de saber utilizar correctamente las siglas op. cit., et. al., e Íbid. en un texto para una revista de investigación; de volver a ver el corto The Big Shave y recordar que el director era el mismísimo Martin Scorsese; de ver vídeos chorras para pasar el rato; de hablar con mis amigos y hacer nuevos en Facebook; de chatear y hablar por Skype; e incluso de ver fragmentos de películas y leer algunos textos que me inspirasen a escribir este artículo.

Más de mil millones de usuarios de Internet pueden hacer ver que nuestro día a día pasa por estar varias horas conectados. Internet no sólo ha transformado nuestros hábitos, sino nuestros espacios físicos.

Nuestros cuartos ya nunca serán sitios para nuestra intimidad o privacidad, sino espacios potencialmente situados en la esfera pública a través de nuestra conexión a la Red. Es a esto a lo que Remedios Zafra se refiere como nuestro cuarto propio conectado, “una mezcla de la calidez del espacio íntimo y privado que regulado online se deja hacer público”.1 Este nuevo territorio ambiguo e indefinido ha permitido a algunos autores como Paula Sibilia hablar de extimidad – concepto que tuvo su origen en el psicoanálisis de Lacan – y que en el contexto al que nos referimos ha sido utilizado para referirse a una especie de comportamiento extrovertido ejercido en la telerrealidad y en la infinidad de redes sociales, plataformas de vídeo y foros que pueblan Internet, donde los individuos tienden a hacer público todo tipo de información relativa a su intimidad, sus vidas privadas, y sus pensamientos, aspectos que antes quedaban reservados al ámbito familiar.

Sentimos de algún modo que estos lazos compartidos de forma pública nos mantienen, de algún modo, más conectados que nunca con los otros usuarios, y en ocasiones resulta muy significativo que muchos se sientan en compañía con desconocidos. No estar actualizados, reseteados ni conectados a los nuevos medios produce pavor y no sólo implica desconexión de todo aquello que nos facilita la Red, sino una desconexión del mundo semi-físico y semi-virtual que estamos construyendo. En definitiva, un miedo a quedar desconectados del resto de la sociedad pero también de nuevas formas de gestionar nuestra intimidad y nuestra privacidad.
Este pavor no permanece aislado de otra idea que ha ensombrecido nuestras creencias acerca del avance de estas nuevas formas de conexión, y que tiene que ver con la extraña paradoja de que cuantos más medios y herramientas existen para estar conectados, menos lo estamos; más triunfa el ego propio y la individualidad en la Red que reclama una audiencia convenida.


Pese a todo lo dicho, cuestionable o no, sólo espero una cosa: Por favor, no me desconecten. 


1  ZAFRA, Remedios, Un cuarto propio conectado, Madrid: Fórcola, 2010, p. 20-21.
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Iker Fidalgo Alday

Aún recuerdo aquel día. Yo llegaba a mi primer trabajo, y tenía 17 años. Llegaba con retraso, pero no importó. Todos
estaban pegados a la pantalla, viendo como ardían las famosas torres de NY, y como se especulaba con aquella realidad, “eran avionetas”, “va a caer la bolsa”… ese mismo mes, empezaba mi carrera de BBAA en la facultad de Bilbao.

 

Ese día, “el mal” comenzó a tener cara, y rasgos. Renovaba gobierno J. Mª Aznar, y con su mayoría absoluta y sus leyes de extranjería, “el mal” ya no era solo alguien que venía a “robarnos” el trabajo, si no que además podría quitarnos la vida en cualquier momento.

Ya en la facultad, recuerdo una mañana con mucho bullicio y un único comentario entre los pasillos “ha estallado una bomba en Madrid”. Corría el año 2004, y me apresuré a llamar a todos los amigos que vivían en la capital. 

Aquella noche, un señor llamado Acebes, juraba y perjuraba, la implicación de la banda terrorista E.T.A, en aquella masacre, y prometía que aquello no tenía que ver con la intrusión en una guerra condenada por la ONU pero promovida por los EEUU a la que España
se unió omitiendo aquella manifestación masiva que inundó las calles.
Después de aquello, guardo en mi memoria varios controles policiales sufridos en primera persona, noticias de eslabones perdidos entre bandas y grupos terroristas árabes, y nacionalistas y un discurso polarizado digno de película de acción. El bien contra el mal. Los buenos contra los malos.


Tras los sucesos de Londres en el año 2005, fue normal encontrarse carteles en las estaciones de metro, en los que se legitimaba el derecho a denunciar a personas con rasgos árabes en actitud sospechosa, animando a señalar, y a prevenir a occidente de una nueva masacre. 

En España cayó el gobierno. Aires renovados decían, pero tratamientos “Anti-terroristas” a menores de edad con varios días de incomunicación, y una sociedad pervertida por el miedo focalizado en un señor con turbante y barba larga perdido en unas montañas de Afganistán consiguieron calar en el imaginario colectivo y establecer una serie de prejuicios generacionales nada fáciles de superar.

El problema no es ni será solucionar el miedo a la comunidad islámica, actualmente parece que es algo que quedó atrás, (se normalizó), lo realmente importante es identificar como ese sentimiento es extrapolado y manejado contra diferentes colectivos y penetra en el pensar social. Da igual si son los jornaleros de Almendralejo, los inmigrantes que saltan la
valla de Melilla, los vascos independentistas, las mezquitas en los barrios, sudamericanos, gays, feministas o jóvenes con melenas. El miedo es y será una herramienta manipulable, insertable en contextos y épocas que carcome y corrompe desde la vulnerabilidad, desde la indefensión, desde lo irracional. Cuando terminé la carrera, se me ocurrió un proyecto. Abandonaría mochilas en varias estaciones de metro a modo de “posible artefacto explosivo”. Paralizaría la ciudad, y cuando el equipo de artificieros abriese cada una de las mochilas distribuidas, verían el contenido.

Cientos de octavillas en las que en Inglés, Euskera, Castellano y Árabe se podría leer:
“EL MIEDO ES UN MECANISMO DE CONTROL”.
Nunca tuve valor suficiente para hacerlo.