sábado, 30 de junio de 2012


María Arregui

El imperante capitalismo en el que ahora nos ahogamos nos brindó un tipo de vida que gira en torno al consumismo. Este fenómeno no sólo ha delimitado nuestra forma de vida, sino nuestra forma de concebir el arte, que se ha visto afectado desde diversos puntos de vista, viniendo de la mano del arte pop la primera gran demostración social de esta influencia político-económica. Bajo una inocente y banal apariencia, el pop hace toda una reflexión sobre la nueva sociedad de consumo en la que éste se sumerge, y la publicidad toma las riendas de nuestras necesidades y gustos, es decir, de nuestro modo de vida: aspiramos a ser lo que la publicidad dice que debemos ser –y no hemos cambiado desde entonces– porque, ¿qué esperamos que signifique una caja de Brillo Box?
Que economía y consumismo van de la mano con el arte es innegable; aquélla permite la desahogada producción pero también ha significado una emersión sin criba de pseudo-artistas. El estado de bienestar y su “sobrada” economía supuso un permiso de indulgencia para aquellos tantos que producían obras y que nada tenían de arte. Esto ligado, por supuesto, al abuso del concepto malinterpretado, desemboca en la estúpida concepción por parte del presunto artista del “todo vale”. En los 80 aflora el mercado de arte que, hasta hace relativamente poco, no se ha visto afectado. Pero ahora que estamos en crisis, ¿qué va a pasar con el arte? ¿Podemos concebir arte en nuestros días fuera de un favorable marco económico? No obstante, la crisis es interpretada por algunos como una oportunidad de salvar la calidad artística del panorama actual, como si de una especie de sometimiento de selección darwinista se tratase –no olvidemos que, al fin y al cabo, ha sido precisamente en los momentos históricos más conflictivos de nuestro primer mundo, cuando se han desarrollado los más insignes episodios en la historia del arte reciente–.
Además, hay otros puntos que lamentar en torno al arte y consumo. Un clarísimo ejemplo vendría ilustrado por una portada de Vogue allá por el año 1951, en la que Cecil Beaton fotografió una flamante modelo sobre un curioso fondo: un lienzo de Jackson Pollock. Entramos así en un mar de cuestiones cuyo punto de inflexión parte de si el consumismo ha expropiado al arte su valor más preciado –la autonomía de su praxis– para prostituirse al servicio de la moda y la política.
Y volviendo al tan estimado mercado del arte, no son pocas las veces las que nos llevamos las manos a la cabeza al escuchar las desmesuradamente infladas cifras en subastas. La última, los 91 millones de euros de El Grito de Munch. Pero, ¿es esto mero consumismo? ¿Es interés del comprador por respaldar su elevado estatus? ¿O es que realmente lo vale? Quizás no sea más que una irracional manera de auto-convencimiento para cerciorar que aquello es arte y que como tal, tiene un gran valor. 
A modo de conclusión, hacer una reflexión sobre el arte del presente y del futuro inmediato nos da para largas discusiones, algo para lo que he dejado algunas preguntas abiertas. De ahora en adelante lo que importa es fijar la atención en el modo en que evoluciona el arte en su proceso de forzado divorcio con la rebosante economía. ¿Quién se queda con la custodia de los artistas?

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