sábado, 30 de junio de 2012



Olivia Fontanillo



Si un hombre pende de un precipicio y su vida depende de ti, ¿qué le acercarías, una soga fuerte a la que pudiese agarrarse o unos prismáticos para que pudiese disfrutar del bonito paisaje según va descendiendo? Seguro que estás pensando que se trata de una pregunta estúpida, que ni siquiera merece contestación. Entonces, ¿por qué no aplicamos el sentido común a la hora de actuar con todas las personas en todos los lugares del mundo?
Cuando hablamos de consumismo (si entendemos como tal la adquisición de bienes y servicios que realmente no necesitamos para vivir), nos solemos centrar en el mundo que llamamos “desarrollado”, donde la lista de bienes considerados básicos ha ido creciendo exponencialmente en los últimos años. Pero debemos tener en cuenta también que el consumismo es una forma y un fenómeno de la globalización y del colonialismo cultural que caracteriza en nuestros días las relaciones entre Norte y Sur.
La diferencia es que mientras en los países del mundo desarrollado (condición cada vez más puesta en entredicho, sobre todo al calor de la actual crisis) el consumismo, ligado al estatus, al bienestar y a la calidad de vida, puede ser una opción asumible por el ciudadano, en los países del Sur, sin embargo, puede significar una diferencia sustancial en la vida y las opciones de futuro de las personas (al suponer renuncias en ámbitos con importantes carencias, como nutrición, sanidad o educación). Es en ese punto en el que se traspasa la línea entre las necesidades y las posibilidades reales, y el consumo por motivos diferentes a la subsistencia y al bienestar diario, donde debemos detenernos y reflexionar.
Multinacionales y empresas exportadoras buscan constantemente nuevos mercados que explotar, sin importar si sus productos son allí necesarios y si existe una demanda real. No hay problema; existen mecanismos para generarla.
Podemos encontrar múltiples ejemplos. Uno de los más claros ha sido la penetración que ha tenido en los últimos años la telefonía móvil en los países del Sur. Vamos a tomar como referencia la situación en Guatemala. En este país centroamericano, afectado por el mayor índice de desnutrición infantil de Latinoamérica (y el sexto a nivel mundial), con un 49% de menores afectados, nueve de cada diez personas tiene un móvil. Familias de aldeas perdidas, que carecen de electricidad y agua potable y que no tienen con qué alimentar y vestir a sus hijos, llevan siempre encima este instrumento de ‘progreso’, que consideran un elemento ‘imprescindible’ en sus vidas.
No sólo las empresas son responsables de este marco; cada uno de nosotros, como individuo, tenemos una responsabilidad. Siguiendo con el mismo ejemplo, el de Guatemala, voluntarios y padrinos de niños criados en orfanatos gestionados por ONGs agasajan a sus ‘ahijados’ con MP3, iPad y demás instrumentos tecnológicos, obviando que el dinero invertido en esos regalos podría servir para cubrir los gastos en alimentos de la organización durante muchos días. Además,  esos regalos sólo alimentan en los menores un espíritu consumista que afectará a su actitud ante las posesiones materiales y su valoración de lo que es, o no, importante para vivir.
Todos somos parte de ese sistema y todos tenemos nuestro papel. Podemos culpar únicamente a los intereses económicos y políticos, pero eso sólo implica huir de nuestra propia responsabilidad. Lo cierto es que tanto nuestra posición como nuestros actos implicará nuestro respaldo a una de estas dos opciones: mantener el sistema, o revisarlo y cambiarlo, tanto en nuestra vida cotidiana como cuando viajamos al Sur, por placer, por trabajo o por solidaridad. El primer paso es ser consciente, para poder actuar en consecuencia.
¿Tú qué eliges?

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