lunes, 2 de julio de 2012


Ignacio Díaz


Ya hace tres años, nada más y nada menos que tres años. Más delgada, más gorda, más delgada otra vez y más gorda de nuevo, oscilante como siempre se mantiene ella, pero tres años ya. Con varias relaciones de 4, 7 y 12 meses de duración repartidas en aquellos años que tan rápido le parecía que habían pasado. Unos cuantos meses de descanso y recuperación entre relación y relación y vuelta a empezar, a consumir sus sentimientos por quinta, sexta o séptima vez, ya no lleva la cuenta, es toda una experta.


Con toda la casa vacía y repartida entre maletas, bolsas y carros, ahora saca la comida de los armarios de la cocina para transportarla a los otros de la nueva casa, que esta vez están más a mano y no le obligarán a tener que apretar sus dedos del pie contra el suelo cada vez que quiera coger la tostadora. Entonces, ha sido ahí, en ese momento cuando se ha dado cuenta de la lata de conservas que estaba arriba del todo, detrás de todas las latas y botes de tomate frito, arrinconada en donde nunca, por mucho que se aupara, podría verla. Una lata de conservas; una que dice “consumir preferentemente antes de: ver tapa” y la misma que gira y acerca a su ojo para darse cuenta de que han pasado 3 años, nada más y nada menos que tres años.


Mantener en lugar seco, lejos de la exposición directa del sol, a una temperatura de entre 9 y 12 grados. Entre sus paredes de hojalata, el contenido, en una lata de conservas, siempre parece imperecedero, resguardado y protegido, capaz de permanecer por los siglos de los siglos la frescura y las propiedades de lo que hay en su interior. Qué iba a saber ella que había caducado ya, normalmente las conservas siempre están listas para servir. Pero resulta que esta vez sí; que 3 años igual son muchos para una lata de conservas y habría sobrevalorado el poder de la hojalata. Tres años ya, madre mía; la de cosas que en ese tiempo le había dado a comprar, a tirar, a volver a comprar, a consumir, a desperdiciar y, en este caso, hasta a olvidar.


Estaba inmóvil frente a la lata y sin herramienta para abrirla, a saber por dónde andaban los cubiertos ahora, con algún escalofrío que le encogía un poco el corazón. Sabía que no pasaría nada si su interior guardara calamares en tinta. Que no tendría importancia si la lata conservara atún o mejillones. Pero es que dentro no había nada de eso. Lo que había eran palabras, es una lata de conservas de palabras, pero ahora ya caducadas, ahora mismo inservibles, posiblemente blandas, o duras, o rancias. Ya no aptas para su consumo y seguramente desfiguradas, rotas. No recomendables. Absolutamente desperdiciadas. Un recipiente cuyo interior ha conservado palabras enlatadas y que ahora ya están listas para tirar a la basura. Y esto tendría que darle igual porque total, una lata de conservas caducada se va al cubo de la basura y punto; por lo que valen, la pérdida tampoco es tanta. Es una práctica común que ya casi no tiene efectos secundarios, también ella acostumbra a hacerlo y no pasa nada.


Pero ante esta conserva se queda paralizada, le resulta hasta sacrílego tirar esa lata así como así; piensa que no está la cosa como para tirar palabras por el desagüe; con lo bien que le habrían venido ese día, lo bien que hubieran quedado en aquel momento; tanto que las había echado de menos en el día aquél cuando no sabía qué decir, cuando no le salían las palabras, cuando le faltaba el vocabulario preciso o la verborrea adecuada. Por eso ahora le sabe mal descubrirlas caducadas. Agita la lata y le parece un bloque de hielo su interior. Piensa que estarán todas mezcladas entre sí, revueltas y desajustadas y que por mucho que se esforzara, ni se entenderían. Quizá desde ese punto de vista salga victoriosa y las eche al olvido del cubo de la basura, donde van a parar todas las cosas que no queremos ver.


Pero ahora no tiene cubo, ya no, porque la casa está vacía y la incomodidad es mayor. No hay nadie más que ella y una lata de conservas caducada a las cinco menos cuarto de la tarde aproximadamente. Ella y unas palabras caducadas, que no ha consumido y que quizá, si hubiera abierto a tiempo, bien le podrían haber ayudado a decir justo aquello que quiso decir y no supo cómo; que allí estaba la respuesta, en forma de palabras, conservadas y listas para consumir preferentemente antes de enero de 2012.

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