jueves, 28 de marzo de 2013

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Prado Toro

No hay nada que aterre más al ser humano que el dolor que provoca la herida abierta del sinsentido, ese eterno debate entre la incertidumbre de la vida y la certidumbre de muerte que no encuentra una ecuánime respuesta.

El temor o el miedo, por tanto, se gestan como una reacción natural inevitable ante lo desconocido, ante una compleja e intangible “realidad” que escapa a las limitaciones del entendimiento racional, ante un no-saber que gobierna el inefable destino lleno de ilusiones, contradicciones, deseos, fantasmas misterios.

El ser humano, perdido en el abismo del miedo que el caos implica, se lanza a una dramática búsqueda que de sentido a su finita existencia. Una angustiosa búsqueda de conocimiento que desencadena un proceso de configuración del yo, de su iden-tidad personal y del origen de su propia historia en un espacio representacional que reclama la donación del propio yo, el rescate de un sujeto que naufraga en las profundidades de una conciencia sin memoria.
Ante la incapacidad de aunar pasado, presente y futuro en una vida llena de interrogantes… ¿Qué valor tiene la existencia? ¿Qué posibilidades de reconciliación caben con mundo tejido por unas leyes espacio-temporales que nos son ajenas? ¿Cómo se puede sobrevivir a la sombra del miedo si el solo hecho de forjar una identidad entraña una existencia escindida en un estado psicológico de temor, angustia y sufrimiento incomunicables?
¿Cómo seguir adelante cuando se tiene que vivir entre la violencia germinada en los conflictos familiares, cuando se tiene que afrontar una enfermedad grave, un accidente, o superar la muerte de un ser querido?
El miedo a vivir este tipo de tragedias, antojadas castigos, abre paso a la realidad del trauma que genera una crisis en la biografía del sujeto. Es en estos momentos cuando el individuo duda de todo y siente que su vida es invadida por un doloroso sufrimiento al que no encuentra razón de ser. Es entonces cuando se siente impotente, frustrado, perdido...., cuando su existencia se torna insoportable y su habitar en el mundo queda subyugado al desconcierto del recuerdo que no encuentra consuelo en el duelo.
Tal vez la necesidad de una protección o cura a esos malestares que experimenta el ser fue el detonante que dio origen a la religión, la ciencia, la psicología, la medicina y la tecnología. Pero nada parece hacer soportable el sufrimiento que deja el sinsentido de la pérdida. Ni siquiera la esperanza y la fe ciega que las religiones proclaman convencen al ser de aceptar lo inaceptable.
De nada sirven los actos sacrificiales para expiar las culpas de las flaquezas humanas si todo parece inútil en su sentido. No hay nada que pueda consolar al ser afligido que no entiende la razón de los acontecimientos que amenazan la integridad el ser, ni mucho menos que milagrosamente haga que este deje de sufrir, pero tal vez exista la posibilidad de mitigar el efecto turbador del sufrimiento.


Tal vez el dolor pueda ser usado como materia prima para arrojar una nueva luz que le defienda del miedo, o tal vez el miedo sea esa luz capaz de modelar la angustia bajo la estética de una catarsis cuya desolada soledad mete el dedo en la yaga del trauma. Tal vez la donación del objeto votivo sea el recuerdo capaz de suicidar el miedo a la ardua nece-sidad del sujeto de volver a la cordura del olvido.

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