jueves, 28 de marzo de 2013

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Charo Carril

“Quizás la felicidad dependa de sentir miedo, quien no teme, no ama y quien no ama no vive.”

Existen seres monstruosos de todo tipo. Unos tienen un sólo ojo, dos orejas, son bicéfalos; otros proceden de mundos extraños, hablan y se comportan de modo poco ortodoxo.
Sean como sean, todos generan en nosotros cierta sensación de incertidumbre porque son ajenos a nuestro deambular diario, pertenecen al mundo de las ficciones del cine o de la literatura o al de nuestras pesadillas.
Nacidos en el universo de la imaginación tratan de dar forma y entidad física a nuestros miedos. Suponen la representación visual de una entidad desconocida que nos atemoriza.
El ser humano a lo largo de la historia ha tratado de unificar en un ente, monstruo y al mismo tiempo símbolo de sus miedos, figura o imaginario visual en templos y
rituales varios, aquellos fenómenos sobrenaturales incontrolables que ponían en entredicho su capacidad física de respuesta, de lucha.

Todo lo que embarazosamente empequeñecía su espíritu de rey del mundo. Sentimos y hemos sentido miedo por todo aquello que no podemos explicar, miedo al dolor, al sufrimiento, prevemos un estado de circunstancias que garanticen nuestras posiciones privilegiadas en el mundo, encerrándonos en una burbúja. Tenemos miedo a hablar en público, a delatar nuestras posiciones políticas e ideológicas porque eso pone en tela de juicio un estatus social y la pertenencia a una u otra comunidad. Miedo al fracaso, al viaje, a la aventura, miedo a decir adios a aquello que no es reflejo alguno de lo que anhelamos ser o de lo que el resto esperan de nosotros.
Pero, tal vez, el más popular de todos los miedos es el miedo a enamorarse.


El amor supone en muchas ocasiones un confrontación continua con una realidad que no buscamos, sino que sin esperarlo e irremediablemente se presenta de súbito, es lo que yo defino como “encuentros capitales de la vida”.
Como el monstruo que te acecha al otro lado del pasillo, das un paso al frente y ¡zas! ahí lo tienes impertérrito, mirándote fijamente, analizándote, anheloso por sentir en tu rostro la reacción de miedo derivada de su presencia. Vivimos pues, temerosos de nuestros actos, la mayoría de los cuales parecen responder siempre a un conjunto de acontecimientos que acarrean un u otro resultado. Esto en el amor es más impredecible, menos sistemático, más mágico, más etéreo, la inseguridad dimanada de estas sensaciones genera miedo, mucho miedo.


Estamos preparados para determinar los límites de nuestro cuerpo, sus dolores y sus deseos. El dolor físico, es mucho más evidente, la ingeniería del sistema nervioso central nos lo recuerda cada vez que nos quemamos la lengua con ese café hirviendo intragable o cuando nos hacemos daño con un cuchillo mientras cocinamos. Ahora bien, esta maquinaría casi perfecta no entiende a razones cuando nos sentimos excitados, o alterados navegando en la maraña de nuestras ilusiones. Nos deja más expuestos, más vulnerables, y esta situación de falta de continencia genera una inseguridad que nos paraliza, por la que sentimos pavor, y muchas ganas de salir corriendo.
Hemos sido educados a la huída, en la mayoría de las ocasiones cuando algo nos incómoda, nos desnuda, salimos corriendo.

La huída representa en primer orden un distanciamiento con el temor, con el miedo, con lo inespe-rado. El caso es que -tengo la sensación- que mientras más nos empeñamos en escapar menos felices somos, quizás la felicidad dependa de sentir miedo, quien no teme, no ama y quien no ama no vive.
 

Como dijo Lady Macbeth, afanada porque su marido llegará a ser rey a pesar de todas las malas profecias y contratiempos “de lo que tengo miedo es de tu miedo”.
Al fin y al cabo, mientras el miedo nos paralice no tendremos batalla alguna que ganar a monstruos ni amores.


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